14 de noviembre

Estoy sentado en un bar. Más bien, un restaurante. Con una pinta igual a todos los que hay alrededor, en Belgrano, el barrio en donde me dijiste que te hubiera gustado vivir si tus padres fueran otros y, de paso, tú también. No hay mucho que decir de este lugar: tenías razón. Es un barrio lindísimo. No sé qué tiene esta ciudad que abraza. A diferencia de Ciudad de México, que también quiere pero hasta herirnos. Buenos Aires lo hace con una fuerza medida. Mucho más cariñosa. Y aquí me siento como un verdadero extranjero. Los árboles, que parecen inclinarse hasta hacerse infinitos con sus sombras, me ponen nervioso. 

15 de noviembre 

Hay muchas cosas que me faltaron hacer contigo. Lo sabías. Me lo dijiste también tú a mí cuando todo parecía irse irremediablemente, pero recorrer la ciudad donde creciste ocupaba el primer lugar. Ahora lo haré por mi cuenta, descubriendo todo lo que hubieras querido que descubriera. 

La pasta, por ejemplo, es verdad que es deliciosa en este país. Hoy, en un restaurante de Palermo que atiende una familia preciosa en todos los sentidos, comí ravioles de ternera madura en salsa cremosa de pimienta. Una versión argentina, pensé mientras comía, de esa pasta que te pedías en El hostal de la Noria, en México, con salsa poblana y carne de pavo. Todo sabía delicioso contigo. Los ravioles también me supieron así, aunque comí solo, bajo la enorme lámpara que colgaba como las demás sobre cada mesa del lugar. Me gusta que casi todas las luces son cálidas en la ciudad. Ver lo que crean juntas: una sucesión o un camino, por todas las calles, una tras otra, hasta llegar al límite que separa a este país de otro. Me gusta pensar que verlas así, resplandeciendo hasta el río que cruzaste tantas veces de niña, es una forma de estar juntos.

16 de noviembre

Es raro que sea primavera en Buenos Aires. Es raro porque lo que nos queda lejos siempre parece ajeno. Pienso que así te miro ahora y no me gusta. No es justa la distancia inabarcable entre la vida y la muerte, pero ¿qué es justo de todo lo que ha pasado? Alguna vez dijimos que, si nos hubiéramos conocido desde niños, seguro que nos hacíamos amigos. Que la niñez hubiera sido otra. Menos sola, supongo. Que no éramos una pareja de polos opuestos, como le pasa a tantos, sino que estábamos predestinados. Palabras que se dice la gente aunque no sean ciertas, porque siempre da gusto escuchar mentiras como esa. En cambio, crecimos lejos.

17 de noviembre 

Hoy conocí Recoleta. Qué edificios. Caminé un par de calles y supe que ahí, justo en ese barrio, me hubiera gustado echar raíces, como dicen, contigo. Me senté en una banca de cemento a los pies de una estatua, en Plaza Mitre, y me puse a imaginar: que salía a correr al Parque Tres de Febrero hasta perderme en su inmensidad aunque no he corrido desde que era niño, cuando hacerlo era más bien un juego; que teníamos un dogo argentino que nos obligaba a tragarnos las alergias porque nos hacía tan felices; que salíamos los fines de semana con amigos, vecinos o los padres de los compañeros de los hijos que nunca tuvimos, para hablar de cómo los años nos acaban y no queda más que aceptarlo valientemente. 

Mañana por fin conoceré Villa Lugano. Tu ex vecina, Maru, muy amable, me confirmó que me abrirá el departamento para recoger lo que dejaste antes de irte a México. También me aseguró que te recuerda bien y con cariño. No hablamos mucho, pero se despidió diciendo que crecer contigo había sido una aventura. Le respondí que, a mi modo, compartía ese sentimiento. 

18 de noviembre

Maru me recogió en la parada de autobuses. Caminamos un buen rato por el barrio mientras me explicaba cómo era su vida ahora, sin pareja ni hijos ni muchos allegados además de su padre y sus dos hermanos, y cómo lo fue hace años, cuando tú y ella crecieron y aprendieron tantas primeras cosas juntas. Me gustó imaginarte corriendo por ahí, con ella, entre los juegos y por las áreas que, supongo, alguna vez estuvieron cubiertas de flores. Después de andar un buen rato nos topamos con el Pity. Qué personaje. Parecía un vagabundo, pero Maru me había explicado que era común verlo por ahí. Ahora recuerdo que tú alguna vez me enseñaste a sus dos bandas: Intoxicados y Viejas Locas. Recuerdo que el sonido que salía del viejo estéreo era austero, como los años que se han ido. Recuerdo que confirmé que el rock argentino es mucho mejor que el mexicano. Que viajamos por la nueva carretera de la ciudad de Oaxaca a Puerto Escondido fumando y dejando que el aire caliente del camino nos envolviera mientras gritábamos que lo que más nos gusta son las cosas que no se tocan. Que me hablaste de la leyenda viviente que es él en Villa Lugano y ahora, haciendo memoria, recuerdo que pensé que envejecería en la cárcel cuando me contaste que su leyenda se hizo gigante cuando mató a un vecino en una riña que se cubrió a lo largo y ancho de Argentina. Cuando nos lo encontramos en la calle y me lo presentó Maru le pedí un cigarro sin saber todavía quién era. Luego no cambió mucho saberlo, como a veces no cambia nada conocer lo que siempre ha estado sin que lo sepamos. Le dije que su canción Homero es un himno al obrero y me dijo, riéndose, que lo sabía. Luego le conté que yo alguna vez toqué la guitarra también, pero que abandoné el sueño cuando la música todavía no se afincaba en mi corazón. Me respondió que era una lástima y que él prefería tirarse a tocar sus canciones en las banquetas de Corrientes antes que ganarse la vida en otro lado y de otra forma. Nos despedimos y Maru y yo seguimos caminando hasta llegar al parque que está al centro de los edificios del barrio, desde donde me señaló la ventana de tu departamento. Estaba como sellada desde adentro, pero no parecía la ventana de un hogar abandonado de ninguna forma. Al final no pudimos entrar porque la llamaron de emergencia. Algo sobre su padre, Flavio, que había tenido un percance. 

19 de noviembre

Maru me dijo que lo de su padre no luce nada bien. El cigarro y las mollejas le han estrechado las arterias hasta volverlas un pasillo hacia ninguna parte. El pasadizo por el que se ha perdido tanta gente. Cuando me lo dijo, ya casi llegando a la entrada de tu departamento, se le escurrieron las lágrimas. Yo solo la abracé. No supe qué otra cosa hacer. Y así nos quedamos, frente a tu puerta, sin decir nada. 

20 de noviembre

Hoy iré otra vez a Villa Lugano. Todavía no he podido entrar por tus cosas. No hemos encontrado el momento. Espero esta vez tener suerte. Primero acompañaré a Maru a visitar a su papá al hospital. Le toca hacer guardia. Sus hermanos no la han ayudado casi nada, pero no parece que Maru quiera cambiar la situación. Dice que cuidar a su papá es una de las cosas para las que se ha preparado desde niña. Luego, si nos da tiempo, iremos en autobús de regreso a su barrio. Ella insiste en que viajar así también es una buena forma de conocer las calles que veían ustedes, en especial en la época en la que iban al secundario. Me gusta que aquí lo digan así, en masculino, a diferencia del femenino de México. Le dije eso a Maru y ella se rió. Después me dijo que a ella también le gustaba.

21 de noviembre

Flavio empeora con cada día que pasa. Al final la guardia de ayer se convirtió en una jornada maratónica de cuidados intensivos, papeleo y pequeñas diligencias que, la verdad, hice con gusto para ayudar a Maru. No importa en dónde estemos: los hospitales son lugares ubicados en su propio tiempo. Ya casi lo había olvidado, porque mi memoria elige recordarte solo a ti, en la cama de ese cuarto que se convirtió en nuestra casa, con los ojos casi cerrados y ese rictus que me emocionaba tanto porque pensaba que era buena señal. Qué equivocados podemos estar a veces. Finalmente fui a comprar algo de comida para Maru antes de regresar al hotel. Ella me lo agradeció mucho y me aseguró que también su padre estaba agradecido. Después de eso no tuve el coraje de decirle que mañana la llamaría para acordar un horario en el que pudiéramos ir al departamento. Me incomoda mucho la idea de molestarla. 

22 de noviembre

Por la mañana, ya con la mente repuesta, decidí ir andando a Villa Lugano. O caminando, si me niego al cambio que la ciudad produce en mis palabras. En mi forma de hablar contigo. Con suerte, pensé, me encontraría a Maru y, sin mayor compromiso, me abriría por fin tu departamento para empezar a empacar las cosas, tus cosas, que me quiero llevar a México. Nada fue como esperaba. Llegando me encontré con el Pity, que estaba sentado en la parada de autobuses viendo a los coches pasar, como si estuviera buscando a alguien o escrutando algo que solo él podía ver en las líneas que formaban el tráfico interminable. Me sorprendí porque me reconoció enseguida: no dijo nada, pero al verme se levantó y sacó una cajetilla del bolso de su chamarra para ofrecerme un cigarro y prenderse uno. Se lo acepté y nos quedamos un buen rato así, con el humo entre nosotros, hasta que me preguntó qué hacía por el barrio. Esta vez, a diferencia de cuando lo conocí, le expliqué las circunstancias que me habían llevado hasta ese momento. Él me escuchó atento, como si pudiera dar una respuesta a la gran pregunta en que se había convertido mi vida. Luego me dijo que, si quería o si me sentía valiente, podía ayudarme a abrir tu departamento con un gancho, que no había cosa más sencilla. Le agradecí la oferta y, por supuesto, le dije que no, argumentando que estaba seguro de que eso no te hubiera gustado. Me respondió que como quisiera y, sin decir nada más, se fue hasta perderse entre los callejones del barrio. Después fui a buscar a Maru y, hasta ese momento, me di cuenta de que no tenía forma de entrar al edificio para llegar a su puerta. De todos modos me quedé un rato frente a la entrada del edificio, esperando a que algún vecino saliera para poder entrar. No pasó. De regreso pasé a un kiosco que está en la esquina del hotel y compré un par de panchitos con alioli, como me contaste que los comías, y una cerveza que, según decía la impresión de la lata, era mendocina. Caí rendido.

23 de noviembre

Maru me habló a medio día. Me dijo que los doctores le habían explicado que tal vez era momento de despedirse de su padre. Que no había mucho más por hacer: su corazón estaba descompuesto y, por lo que entendí, era insalvable. Le dije que me gustaría acompañarla, pero me aseguró que, por el bien de toda su familia, era mejor que solo estuvieran ella y sus hermanos. Le respondí que comprendía, pero que de todos modos no dudara en llamarme. Me agradeció y colgó sin más. Yo me quedé preocupado y salí a andar sin rumbo. Quería perderme entre las calles de la ciudad para no sentirme solo. Ideas que seguro te hubieran hecho reír. Cuando llegué a Avenida Corrientes me distrajo una multitud reunida en una esquina. La mayoría de las personas aplaudían, pero había quienes hablaban bajo, entre ellos, como si estuvieran compartiendo un secreto. Cuando pude acercarme lo suficiente, me encontré con una imagen reparadora: el Pity, tirado en el suelo con guitarra en mano y una gorra enfrente, cantaba alguna canción que le había dado todo hace años, cuando el mundo era otro. Me quedé ahí escuchando el repertorio completo y hasta después, cuando todos consiguieron, por fin, una foto con él. Como el día anterior, el Pity me reconoció y me ofreció un cigarro. Después anduvimos sin rumbo mientras me contaba lo mucho que disfruta cantar sus canciones y que las personas las canten con él, hasta que nos cayó la noche. Nos sentamos en un parque y me preguntó si había tenido suerte con tu departamento. Le respondí que no y que, en ese momento, me preocupaba más el estado de Maru. Me dijo que Flavio estaría bien, que era fuerte como un palo borracho –árbol común en la ciudad–, que seguro los doctores se equivocaban, que el sistema de salud de su país era fatalista y mentiroso, y que, pensándolo bien, esas también eran características que compartían los sistemas de salud alrededor del mundo. Yo me quedé en silencio.

24 de noviembre 

Sin noticias de Maru y sin ganas de salir de la habitación. 

25 de noviembre

Hoy conocí el barrio La Boca. Sabía que no vería a Maru y decidí dar un paseo para distraerme. También quería comprobar lo que una vez me dijiste: que el mejor choripan con papas fritas del mundo lo venden frente al estadio del Boca, en La Glorieta de Kike. Como siempre, tenías razón. Cuando pagué la cuenta, el dueño me contó que cuando juega el Boca llenan las enormes parrillas que instalaron a lo largo de todo el restaurante para regalar lomo y chorizo a los hinchas. Pensar en la enorme fiesta que seguro es cada partido me emocionó. Luego me quedé un rato por el barrio y hasta me tomé una foto frente a esos edificios pintados de colores brillantes, como todo buen turista. También escuché a una banda de viejos que tocaba en la calle con una señora de unos 80 años sentada a un lado que cantaba todos los éxitos del rock argentino. Ahí decidí que, aunque nunca he sido fan de ningún equipo de fútbol, sería hincha de Boca para toda la vida y aproveché para comprarme un jersey en una de las tiendas frente al estadio. Me lo puse en el momento y así, con esos nuevos colores que empecé a querer apenas unos minutos antes, emprendí mi camino hacia la parada de autobús que me llevaría de regreso al hotel. Antes de subir, me llamó la atención una bandera del Boca, azul y amarilla, que estaba colgada en el balcón de un edificio. En medio, entre los colores o como escudo, decía: Entre el cielo vos y yo

26 de noviembre

Maru me llamó hoy por la mañana. Me pidió que fuera a verla porque, ahora sí, me abriría tu departamento para empezar con las gestiones que me tenían anquilosado en la ciudad. Cuando le pregunté cómo estaba me dijo que bien. Así, a secas. Era claro que no quería tocar el tema de su padre ni de nada que no tuviera que ver contigo o tu departamento. Quedamos de vernos al mediodía, pero me salí en cuanto colgamos para comprar unas empanadas de jamón con gruyere que quería compartir con ella antes de dedicarme por completo a tus cosas. Cuando llegué la vi tan sola en la parada de autobuses que sentí como si la comida no fuera suficiente. Que había fallado en mi intento de reconfortarla o, al menos, que me había equivocado en todo hasta ese momento. Nos saludamos como si fuera solo un día más en una vida compartida que ninguno de los dos recordaba y en silencio caminamos hasta su edificio, dando mordidas a las empanadas. Afuera, en la zona común que está entre los edificios, estaba el Pity fumando porro con un par de personas en situación de calle. O eso parecían. No lo sé de cierto, pues ahora no nos quedamos para platicar ni un momento. Cuando me vio, el Pity solo me gritó que cómo andaba, que si todo bien, y yo le respondí solo con una seña de paz hecha con los dedos antes de adentrarme con Maru en el edificio. Al llegar a tu puerta me dijo que solo me abriría y se iría a su departamento, porque necesitaba buscar unos papeles de su papá que le estaban pidiendo para tramitar una misa que celebraría en su nombre. Me sorprendió su plan: hasta ese momento no me imaginaba que Maru o su familia fueran religiosos, pero supuse que más bien era algo que no me había preguntado. Las preguntas no hechas valen más que sus posibles respuestas. 

Cuando por fin abrió la puerta lo primero que vimos fue una nube de polvo que se movía lentísimo frente a nosotros. Maru me dijo que ya se imaginaba que eso sería un problema, que tal vez valiera la pena limpiar el lugar antes de empezar a juntar lo que necesitaba. Después me sonrió, echó una mirada a toda la estancia y se fue sin decir nada más. Yo me quedé analizando todo desde la entrada, viendo cómo los objetos de un hogar envejecen sin escándalo. No fue difícil imaginarte sentada frente al mueble lleno de discos que, me habías contado, era un tesoro que pasaba de generación en generación. Había de todo: desde el White Album de los Beatles que me recordó a ese bar donde tuvimos nuestra primera cita, en Coyoacán, hasta Clics Modernos de Charly García, el álbum que, en tu opinión, había cambiado la historia de Argentina para siempre. Lo puse en un estéreo que conecté en un enchufe cercano y continué mi recorrido por los otros cuartos.

La cocina. La herrumbre de la estufa. La marca callada del lugar donde estaba el refrigerador. El único plato que quedó en el fregadero. La mancha de grasa en el centro. El olor a comida echada a perder por el tiempo. Los azulejos manchados. La ventana hacia otra ventana. Las hormigas venidas de no sé dónde. El baño. Los restos del jabón en el lavabo. La coladera mal puesta. La ventana marcada por la sal del agua. La llave inamovible. Las duchas que te diste. El comedor. Las fotos regadas por la mesa. Los cojines chuecos en las sillas. Las patas mordidas por el perro. El florero que se quedó sin flores. La hoja seca hecha polvo. La falta de comidas familiares. La sala. El sillón cubierto con sábanas. El aire acondicionado lleno de telarañas. La mesa de centro con tres ceniceros. Las colillas de los cigarros terminados por el paso de los meses. Los días de películas y programas matutinos. Tu cuarto. La cama matrimonial que nunca tuvo un matrimonio. El closet de tres niveles. Las faldas cortas y no tanto. Los zapatos que se quedaron esperando. La ventana hacia ninguna parte. El espejo con fotos en sus esquinas. Los cajones casi vacíos. La alfombra aguardando tu regreso. El ventilador sin motivos. La cobija de colores. Todos los sueños que tuviste. Y desde la sala, Charly cantando que este mundo extrañará por siempre la película que vi una vez. 

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Imagen de Sol Salute vía Pinterest.

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Escrito por:paginasalmon

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